Hoy, muchos años después, y ante las vicisitudes que encontramos en la vida, viene a mí el recuerdo de aquel momento en que di un metafórico salto al vacío, al realizar un cambio radical en mi vida. Muchas personas cuestionaron mi decisión, estaba abandonado una posición segura, pues había firmado, cinco años antes, un contrato a término indefinido, que, en otras palabras, quería decir: la seguridad de una vejez o muerte medianamente
adinerada a cambio de cortarle las alas a los sueños y poner un candado a la puerta que conduce al descubrimiento de nuestra esencia.
No era el momento indicado, me decían, pues la forma de contratación estaba cambiando por aquel entonces: se habían acabado los contratos a término indefinido y las ventajas que éste tenía: las primas de antigüedad, las vacaciones remuneradas, las cesantías y sus intereses, entre otras prebendas que no eran más que señuelos que la empresa usaba, conociendo nuestro miedo a la incertidumbre, para asegurarse así nuestra esclavitud, que como dicen, nunca desapareció, sino que se puso en nómina. El futuro que pintaban tampoco era muy halagador: que, lo que había dejado no lo iba a volver a encontrar, que iba a pasar muchas dificultades y que iba a perder todo lo que había conseguido en cinco años. En algo si tenían razón estaba alejándome de la zona de confort de las certezas para adentrarme en un mundo de incertidumbres; característica principal de la realidad que comenzaba a configurarse en ese momento.
¿Quién puede determinar el momento ideal (si lo hay) para realizar cambios en nuestra vida? ¿Quién puede asegurar si será mejor o peor lo que se avecina después del cambio? Quién más indicado que el propio individuo para determinar el momento en que su vida debe cambiar de rumbo, no importa que el panorama se vea oscuro; quizá necesite herramientas para escuchar con sabiduría, esa voz interior que le advierte lo que está pasando; y si no las tiene, el cambio es quizá un llamado para empezar a buscarlas. Es por ello también que podemos estar seguros de que lo que pase siempre será positivo: una oportunidad para aprender.
Ahora, años después de haberle dado este giro a mi vida, puedo decir que mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces. Ha sido un camino en espiral hacia el despertar de la conciencia, hacia el encuentro con la llave de la
felicidad que, como dice el cuento, se encuentra escondida en nuestro interior. En todo este tiempo he logrado desarrollar múltiples proyectos, trabajar en muchos sitios, viajar a muchos lugares y aunque los resultados no puedan
calificarse con el concepto que el imaginario colectivo tiene de éxito, si puedo asegurar que la felicidad que he sentido y todo lo que he aprendido, tiene mucho más valor que la pensión que, probablemente, estaría a punto de recibir dentro de algunos años, cuando ya los sueños se hubieran marchitado. Puedo decir que todo lo vivido han sido como eslabones que, poco a poco, van construyendo mi cadena vital. No de otra manera hubiera podido crear los L.E.A.
(Laboratorios de Experimentación Artística) que dieron origen a la Fundación L.E.A. en contexto, una práctica artística que realiza propuestas artísticas de carácter participativo he interactivo en espacios comunitarios.
Ahora que he encontrado algunas herramientas para el desarrollo personal, me doy cuenta de que el hecho de haber dado un salto al vacío no es garantía de un verdadero despertar, aquel salto fue producto de seguir una intuición; si se
quiere, de haber escuchado a mi corazón, pero, sin ser verdaderamente consciente de la situación; había saltado, en ese entonces, con el paracaídas del victimismo, echándole la culpa a los demás, buscando culpables afuera de lo que pasaba en mi interior.
Todo lo que sucede en nuestra vida es una constante de enseñanzas y cuando las asimilamos de manera consciente, se convierten en aprendizaje para pulir nuestro ser. En eso estoy, sigo evolucionando, sigo buscando herramientas que
enriquezcan no sólo mi vida, sino también a los L.E.A.